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La Leccion del Centauro

Cuerpo y Evolución

Gustavo Lara

“Lo que no puedes aprender en tu
propio cuerpo, no puedes
aprenderlo en ninguna otra parte”.
Upanishads

Cuando hablamos del cuerpo la primera reflexión que suele venirse a mi cabeza es lo engañoso que nos resulta el lenguaje para tratar de entender aquello que sólo como cuerpo podemos conocer. La historia de nuestro desarrollo individual nos llevó por caminos en los cuales el silencio, como ausencia de palabra y símbolo, fue la nota predominante. Antes de aprender a decir siquiera nuestra primera palabra, habíamos recorrido ya un extenso camino como organismo corporal ante el cuerpo del mundo, fundamentalmente el cuerpo materno. Desde este rincón temprano, atrincherados en nuestro existir como cuerpo que se descubre progresivamente a través del cuerpo de otros, fuimos sentando las bases de nuestra lectura del mundo. El hombre es un ser constructor de significados y aquellos, los más elementales y tempranos, son totalmente corporales, presimbólicos.

Gabriel Marcel nos dice “Mi cuerpo es mi-estar-en-el-mundo” y declara que sólo nos es posible estar en este nivel de existencia como cuerpo. Aparente verdad de perogrullo pero, ¿realmente vivimos en el significado pleno de nuestra existencia corporal? Para la gran mayoría de las personas, el cuerpo es sólo una idea que se trae y se lleva. Han quedado atrás los momentos iniciales de nuestra historia personal, los inicios de lo que Jung llamó el “proceso de individuación”. Ahora con la adquisición de la palabra y la capacidad del pensamiento hemos construido un nuevo sentido de identidad: somos un ego mental. Basta mirar los procesos de socialización y escolarización para entender como poco a poco, hemos construido un enorme edificio de valoraciones e ideología sobre el cuerpo. Se ha socializado el movimiento, las posturas, el manejo de la palabra y el sonido corporal, el cuerpo del otro. Así, llegamos a definir un “cuerpo de ideas” que no nos deja claridad posible para percibirnos en lo más elemental. Somos habitantes de una ideología sobre el cuerpo más que cuerpo mismo.

La fenomenología de la percepción ha mostrado con nitidez cómo vivimos “enajenados en la mirada del otro”. Vamos recorriendo laberintos de imágenes e imágenes de las imágenes que otros se hacen acerca de alguien. Aparece en escena la “Persona”. Soy visto como cuerpo ante otros y ésto, paradójicamente, me lleva más adentro del mundo de los símbolos consolidando la identidad como ego mental, lógico y lingüístico.

Sin embargo, nos “sabemos” cuerpo usualmente cuando el placer sensorial o el dolor nos atrapa por la potencia de sus demandas, cuando la inmediatez orgánica es tan acuciante que bajamos siquiera por un instante de nuestro diálogo mental y abrimos la ventana del darse cuenta autocentrado. En el proceso evolutivo, la lógica misma y el discurso mental dejan resquicios en los que la presencia corporal renovada, distinta y distante del cuerpo temprano de nuestra historia, se manifiesta con plenitud efímera. Son los atisbos de una unidad mente-cuerpo superior. Repentinamente el ego mental absolutista cede ante la evidencia de una unidad que resulta avasalladora por su poder de trascenderlo. Es el instante de plenitud fugaz experimentado posiblemente ante el gozo estético, el placer, por ejemplo, de la buena comida, la vibración sentida como amor que nos hace unitarios.

En el lenguaje del psicólogo contemporáneo Ken Wilber nos hallamos en el reino del mítico Centauro, seres mitad caballo, mitad hombre que galopaban libremente por los macizos y llanuras de Tesalia, según la mitología griega. De naturaleza exhuberante, gran fuerza física y pasiones intensas, se les solía representar en dos polaridades: aquellos que sucumbían a la lujuria y el desbordamiento pasional y aquellos otros representantes de la fusión plena entre las pulsiones, la fuerza, la naturaleza instintiva, animal, y la dimensión trascendente espacio-temporal, analítico-sintética, fragmentadora y reunificadora de la mente. Entre estos últimos destaca el mito de Quirón, noble Centauro, versado en las artes más diversas y a quien los héroes enviaron sus hijos confiándole su educación. Esculapio, padre de la Medicina, Aquiles, héroe de la guerra de Troya, Jasón guía de los argonautas en la búsqueda del Vellocino de Oro, fueron entre otros, beneficiarios de sus profundas enseñanzas.

Esta diversidad centáurica testimonia uno de los problemas fundamentales de la naturaleza humana: la eterna oposición entre civilización y barbarie; el ancestral antagonismo entre el bien y el mal, la lucha permanente entre la voluntad y los instintos. Igualmente testimonia dos actitudes ante la corporalidad históricamente relievantes. Una es la del control de la totalidad por la parte considerada más baja y degradada, conducente a la anarquía y el descontrol. La otra es aquella de la integración de las dimensiones opuestas y el consiguiente logro de sabiduría y equilibrio, de sentido de la justicia y desarrollo de la capacidad de guiar y enseñar.

En la tradición oriental, la imagen del hombre que cabalga sobre un tigre, expresa un símbolo semejante: ninguno dirige, ninguno es dirigido. En la ausencia de conflictos, no existe la frontera que separa. No es gratuito que ésta sea una de las representaciones fundamentales del hombre realizado, según las tradiciones budistas.

La unidad centáurica , sin embargo, es más un logro de los procesos de diferenciación e individuación propios de aquel que ha recorrido el camino de afirmación de un ego mental bien constituido y, al ir más lejos, ha vislumbrado la limitación inherente a la identidad como una representación mental ausente de su corporalidad. En su búsqueda ha pasado por los estadios de fusión primitivos o prepersonales propios del bebé y las experiencias tempranas del desarrollo, ha recorrido los conflictos inherentes a la oposición naciente entre ego y cuerpo, identidad mental y corporal, y ahora vislumbra una síntesis de orden existencial completamente distinta a cualquiera de sus experiencias anteriores.

La vivencia del Centauro no es de retorno al cuerpo, es más bien, una evolución hacia el cuerpo vivenciado de un modo distinto. Según Jan Smuts la naturaleza del desarrollo es manifestación de totalidades jerárquicas que forman parte de totalidades mayores, integradas, a su vez en totalidades
superiores. Llamó Holismo a ese impulso encaminado hacia unidades superiores. Las unidades nuevas incluyen y trascienden las anteriores. En este nivel el cuerpo, integrado con el nivel mental, sólo se diferencia por la pobreza analítica de nuestros lenguajes. No es la reunión de dos elementos, es una unidad superior.

Es común que la necesidad de la integración centáurica se produzca al verificar la mutilación y consiguiente pérdida de identidad que experimenta el individuo cuando desde el ego mental-verbal vive la dificultad de tener un cuerpo ante el cual se siente ausente, defendido, temeroso, distanciado o
inadecuado. También suele actuar como disparador la vivencia surgida en medio de un instante de sexualidad profundamente integrada o en una actividad física en la cual, siquiera por un momento, se vislumbra un estado de silencio interior y la percepción nítida y amplia de una consciencia que abarca hasta el último resquicio del movimiento del cuerpo y de las representaciones mentales del instante. Estas no son vivencias excepcionales. Por el contrario, forman parte del amplio campo de consciencia de nuestra cotidianidad, pero para la mayoría suelen pasar inadvertidas o son juzgadas como transitorios productos del azar. Allí donde impera el pensamiento y el juicio acerca de cada percepción, suele desvanecerse la consciencia sutil ante el movimiento siempre presente.

Culturalmente nos programamos para asumir como válidos, deseables y sanos sólo una pequeña porción de nuestras posibilidades de expresión corporal. Factores como nuestra arquitectura, los muebles, los espacios de convivencia social, la ropa, etc. van estructurando un argumento de movimiento propio de cada individuo. Aún los procesos de identidad sexual clasifican movimientos como indicios de varonilidad o feminidad (o de la falta de ellos). Así, existe un repertorio de movimiento accesible y permitido y otro que, siendo accesible, lo juzgamos prohibido.

La apertura al movimiento, sin restricciones, sin defensas, significa apertura ante la propia transformación. Los más antiguos sistemas místicos de desarrollo así lo han entendido. Las artes milenarias del desarrollo del ser esencial han dado un valor preponderante, a veces a la danza, en ocasiones al cultivo de la quietud y la observación minuciosa y plena del vasto universo de movimiento que ella devela en nuestro interior. Disciplinas como el Hatha Yoga o la práctica del Zazen (meditación en posición sentada) conciben la postura como un proceso a la vez físico y espiritual, dado que estos dos son una sóla y única realidad. Esa exploración del movimiento y el poder de ciertas posturas corporales genera nuevas posibilidades de salud, amplía los límites para la acción, recupera y acrecienta la sensibilidad y la consciencia de las imágenes mentales, los pensamientos y los sentimientos y se constituye, a la vez, en un medio potente para la experiencia de unión y fusión con la totalidad.

Con el desarrollo de los abordajes alternativos, provenientes de oriente y/o tradicionales de occidente, pero no ortodoxos, vienen en alza los trabajos corporales basados en visiones energéticas y multidimensionales de la existencia corporal humana. Así por ejemplo, los ejercicios de imaginería zen, los ejercicios de corriente de la Eutonía de Gerda Alexander, el proceso y técnica del enfoque corporal de Gendlin y el Tai Chi, entre otros, enfatizan la concientización de niveles de sensación y movimiento cada vez más sutiles, con cambios intensos en la exploración de las dimensiones temporal, espacial y energética que invitarían al participante de tales disciplinas a ampliar sus modelos paradigmáticos de conciencia y, por ende, transformar profundamente su realidad.

Un ejemplo de tales cambios paradigmáticos lo constituye el desarrollo de la conciencia de Hara, común a las disciplinas marciales, las artes expresivas y las disciplinas de meditación. Literalmente Hara significa vientre y con ello se denota una actitud corporal básica en la vivencia de integración centáurica. El vientre amplio, da paso generoso al descenso de la onda respiratoria que baña hasta las profundidades de la pelvis y la región perianal. La respiración natural es profunda, fluida, altamente vibratoria. La respiración entrecortada a la altura del diafragma fragmenta la unidad corporal, divide la energía con la cual nos vinculamos al mundo. Hara representa simultáneamente un estado total del ser, un estado vibratorio de la consciencia. Los pies firmemente asidos a la realidad material, a la tierra, y la cabeza -el espíritu libre- abierto al cielo. Es el estado de aquel que halla su raíces, no en sí mismo, sino en la relación armónica con el ser que lo contiene.

Tal abandono de los modelos predominantes, más que una negación, constituye una ampliación de los marcos de referencia con los cuales hemos estructurado la realidad. Esto conlleva a una profunda transformación en nuestros modelos de personalidad en los cuales se ve como meta deseable la consolidación de un ego sano, visto como amo y señor que controla e incluso sojuzga el cuerpo. Implica también una apertura frontal ante la evidencia de que el hombre es un ser finito, un “ser para la muerte”. Cabe señalar que ésta certeza es precisamente una de las razones fundamentales que lleva a muchos hombres a intentar huir -intento siempre fallido- de su unidad existencial centáurica. La trascendencia puede ser una gran amenaza para nuestro ego, consolidado en los bastiones de su estabilidad mental y, por ende, motivo de angustia fundamental.

La consciencia centáurica es la consciencia de las verdades elementales del devenir y la transformación como manifestaciones esenciales del universo. Más allá de la sensación de permanencia que podemos construir mediante nuestros procesos mentales rigidificadores y aislados aparece la certeza evolutiva jalonada por nuestro cuerpo individual. ¿Somos células de un cuerpomente que nos contiene y en nuestro actual estado de consciencia apenas nos es dado fantasearlo?

Gustavo Lara Rodríguez
Psicólogo

Artículo original:
La Lección del Centauro. En: Notas de Luz, número 19, año 4, Abril-Mayo 1996, Bogotá.